sábado, 7 de noviembre de 2020

Lienzo

 Si prorrogamos el silencio de la lluvia, nos encontramos con que lo que nos bañó fue el mar. Acampamos en una atalaya de aroma onírico y nos deshacemos, justo, en la parte donde nos quitamos la ropa. Si rompemos los complejos no será por solapar miradas, sino por el hecho de que cada instante con tu piel es pura electricidad. Y si tumbamos los egos tampoco será por escuchar esa canción de nuevo. Tu sabes que me muero por Chopin y sus nocturnos. Y yo sé que he de regar tus libros cuando sales de casa. Funcionamos bien juntos en realidad. Aunque nos encante vivir por separado: yo me derramo en tus historias, me permites volar; y, si te hiciste primavera, no será por aquellos trinos que aterrizaron en tu alfeizar.  Y tú, a tu manera, te desvives por pulsar cada una de mis cuerdas, evocando la belleza de tus huellas en mi umbral. Tendríamos, también, que mirarnos esto de quedarnos congelados cuando la brisa silba tanto que te alborota el pelo. Yo no tengo la culpa de que tiemblen las paredes, pero cómo cohibirnos de nuevo si tu carcajada más profunda nació de un verde timbre soñador. Cada minuto es un titán que derrotamos a base de escribirnos en la espalda, de confesarnos que ni la más gélida escarcha podrá soñar con congelarnos. Se nos da tan bien deshacernos el uno al otro que podríamos reconstruirnos con los ojos cerrados; apagar las luces y palpar los miedos que nos hacen cristal, vértice, punto medio. Y, aunque, a la vez, se nos da bien la soledad, renegaría mil días conmigo a cambio de ese pedacito que llora entre las mantas. Jamás entenderé como, sin querer, te has convertido la mina de mi lapicero, trazando el recorrido de mis pasos al compás de un corazón que chilla mi nombre. Por eso no busco el por qué del olor que me falta en los sueños. Porque la mezcla de tus dedos con los míos nos han dejado un futuro eterno por pintar. 

lunes, 2 de noviembre de 2020

Veinticuatro

Nosotros nunca fuimos de ser, para qué mentir. Pero, a todo esto, jamás incurrimos en el más sapiente poder de las creencias. Arrogamos reventar y creernos dueños a la vez, pero qué va. Rotos. Siempre predispuestos a creer, pero rotos. La cercanía de amanecer secuestrados a través de un cristal por nosotros mismos, incluso, por nuestra manera de vernos, de tocarnos. Jamás la vida demostró ser tan compasiva. Y mira que lo reconozco, que no pude más. Que me juré que nunca volvería a recomponerme, me encontré mirando el fondo del más turbio quizá, mientras tus manos enrocaban mis ganas de autodestrucción. Alienabas mi padecer y existías, dentro de mí. Y hasta tu más oscura esencia rugía dentro de mi corazón. Llorabas conmigo y por mí; si yo reía te alejabas, me dabas margen. Y volvías, en un tornado de autoapatía y reconversión. Nunca te juntaste conmigo cuando entre trigo y malvas soñaba con volver a sentir; y yo, inocente, me lo creía. Pero, como no creer, si siempre fuiste todo lo que quise, si siempre fuiste mi trinchera, mi refugio, mi mitad. 

Jamás me jactaré lo suficiente de haber desacreditado autores que en su puta vida habrían soñado hablar de ti. He rasgado frases y tachado historias que no te hacían justicia. Después de mil dragones y quimeras. Después de blandir espadas y enfrentarme a reinos donde jamás se ponía el sol. Aun me quedaba tiempo de sentarme a escuchar laudes, arpas; a gritar al viento que en la vida me sentí como hasta ahora. Y que ni mil cuentos llenos de finales terminaban en nosotros. 

Y sin ser vértice de una corriente que, claramente, estigmatizaría generaciones: pues la larga brevedad del querer a veces no es tan dulce; describiría tu ser como ferviente amor impío, pues bebo de cada uno de tus pecados; porque son los míos y, a la vez, mil motivos para no perderte nunca. Corona que yace en lecho de ayer y prodiga su fortuna en esperanza sin haberte conocido; inocente animal; valiente techo, osado tiempo, derrota carnal entre párpados de frío invierno que resultaron en ti. Caldeando el lecho más álgido. Las runas devastadas por el tiempo. Los gnomos se escondían. Y ahí estabas tú, esperándome, al final del camino. 

Indómita niña de cristal que rayabas en mi pecho tu sinceridad; con ese dulce olor a mar y esas olas que bañaban esos sueños que al oido me contabas. Cáscara de sal que adoro acuñar y trinos que quedaban para mí, que vertías en mis pozos de desconfianza. Resucitabas verso, almizcle, restos de mí que ni yo mismo recordaba. Por eso y por todo volví a creer. Por tí, por mí y por todo lo que queda.