lunes, 2 de noviembre de 2020

Veinticuatro

Nosotros nunca fuimos de ser, para qué mentir. Pero, a todo esto, jamás incurrimos en el más sapiente poder de las creencias. Arrogamos reventar y creernos dueños a la vez, pero qué va. Rotos. Siempre predispuestos a creer, pero rotos. La cercanía de amanecer secuestrados a través de un cristal por nosotros mismos, incluso, por nuestra manera de vernos, de tocarnos. Jamás la vida demostró ser tan compasiva. Y mira que lo reconozco, que no pude más. Que me juré que nunca volvería a recomponerme, me encontré mirando el fondo del más turbio quizá, mientras tus manos enrocaban mis ganas de autodestrucción. Alienabas mi padecer y existías, dentro de mí. Y hasta tu más oscura esencia rugía dentro de mi corazón. Llorabas conmigo y por mí; si yo reía te alejabas, me dabas margen. Y volvías, en un tornado de autoapatía y reconversión. Nunca te juntaste conmigo cuando entre trigo y malvas soñaba con volver a sentir; y yo, inocente, me lo creía. Pero, como no creer, si siempre fuiste todo lo que quise, si siempre fuiste mi trinchera, mi refugio, mi mitad. 

Jamás me jactaré lo suficiente de haber desacreditado autores que en su puta vida habrían soñado hablar de ti. He rasgado frases y tachado historias que no te hacían justicia. Después de mil dragones y quimeras. Después de blandir espadas y enfrentarme a reinos donde jamás se ponía el sol. Aun me quedaba tiempo de sentarme a escuchar laudes, arpas; a gritar al viento que en la vida me sentí como hasta ahora. Y que ni mil cuentos llenos de finales terminaban en nosotros. 

Y sin ser vértice de una corriente que, claramente, estigmatizaría generaciones: pues la larga brevedad del querer a veces no es tan dulce; describiría tu ser como ferviente amor impío, pues bebo de cada uno de tus pecados; porque son los míos y, a la vez, mil motivos para no perderte nunca. Corona que yace en lecho de ayer y prodiga su fortuna en esperanza sin haberte conocido; inocente animal; valiente techo, osado tiempo, derrota carnal entre párpados de frío invierno que resultaron en ti. Caldeando el lecho más álgido. Las runas devastadas por el tiempo. Los gnomos se escondían. Y ahí estabas tú, esperándome, al final del camino. 

Indómita niña de cristal que rayabas en mi pecho tu sinceridad; con ese dulce olor a mar y esas olas que bañaban esos sueños que al oido me contabas. Cáscara de sal que adoro acuñar y trinos que quedaban para mí, que vertías en mis pozos de desconfianza. Resucitabas verso, almizcle, restos de mí que ni yo mismo recordaba. Por eso y por todo volví a creer. Por tí, por mí y por todo lo que queda. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario