lunes, 22 de octubre de 2018

Icosaedro

Todavía guardo el eco de nuestro Big Bang. Te deslizaste en mi amalgama de recuerdos marchitos y dejaste todo por los suelos, sembraste ilusión, luz, vida. Regabas mi patio con tus carcajadas al reír y me hacías superhéroe cuando me confiabas aquello que, a día de hoy, guardo, celosamente, en mi memoria. Mientras, yo bebía de tu dulce inocencia y me quedaba embobado escuchandote dormir. Te escribí cuentos que jamás te contaré, con finales que jamás te imaginabas porque nunca los quisiste tanto como yo. Dejé de contar días vacíos para decorarlos con tus frases cada vez que las nubes me tapaban el sol, cada vez que la lluvia amenazaba con mojarnos. Y menos mal que nunca nos importó aquello de pisar los charcos. Me hiciste leyenda en bruto, que dejase de creer en un nirvana para venerar aquellos ojos que me moría por desvestir. Cada minuto era interminable al ver como te alejabas; un instante si nuestras miradas chocaban, un silencio eterno que versaba un dolor agudo y miles de motivos, a la vez, para no romperlo nunca. Creí que todo era la mitad de su propia esencia, pero ahí estabas tú, recordándome, de nuevo, que la magia existe, dibujándome observando los pasos que dabas hacia el mar de la más perdida playa de mis pensamientos. Nunca entenderé, con todo y con eso, cómo puedo todavía quererte tanto, cuando esto ha resultado ser la manera más cómoda de morir de amor por tí. Hasta siempre. 

sábado, 6 de octubre de 2018

Sándalo

Mis brazos cansados recogían tus ideas derrotadas. Solo te encontrabas a gusto entre delfines. Bosque paciente de lengua mordaz, hechizaba tus cuentos, afilaba tu espada. Dijiste que para ti, la nitidez era yo acariciando tu cuerpo. Colinas de espacio, silencio entre ambos, locura en los patios donde creías volar. Si la desdichada soledad que creías tener fuera cierta, ya habríamos quemado el bastión de los sinceros. Yo lloraba el mar en el que una vez navegabas, mientras tú, desde la orilla, sanabas las heridas de mi más oscuras tormentas. Te posaste en mi alfeizar al morir el verano, como esa brisa melancólica que se vuelve calor al arroparse con las sábanas. Y yo, valiente inconsciente, te dejé pasar y perforar la armadura de mis miedos. Dime si solo soy yo, si las amargas victorias que me cuentas no son nada más que desacertadas profecías. Si cada verbo que exhalas no guarda dentro las pistas de un mapa cualquiera. Leería cada uno de tus pergaminos y exploraría cada una de tus cuencas, con tal de permanecer acompañado de tus manos de cristal. Te perdiste entre bálsamos de realidad, y qué si eso nos hizo delirar, si nos equivocamos al pensar que había un nosotros. Fuiste senda y camino y, para mí, un puzle terminado en un tesoro de palabras reencontradas. Derramaste una lágrima por ti al despertar, y yo por los dos. Me vestí de desazón, protector de Lunas que bauticé con tu nombre. Y me declaré culpable de quererla, de qué si no; cuando mi corazón se fue con ella, y me quedé yo. 

martes, 2 de octubre de 2018

Moscú

Enquistada idea tuya, aquella sobre el devenir de la última luz nocturna. Tus ojos secuestraron mi ser y mis oídos te oían sin escucharte. Y, ni si quiera la culpa era yo. Me preguntaba como descender por tus desgastadas manos; intentando que no quebrara el fino hilo de tu aliento de cristal. Cincelaba cada paso con mimo, componía cada nota que silvaba en tus oídos y desandaba mi andar con cada deseo que pedías. Vestida como con gotas de sangre, trenzabas tu pelo en espiga. Y, mientras, yo, mirando desde el umbral, respirando cada metro que nos separaba. Escondí tesoros en la tierra yerma de nuestras conversaciones, cada uno de los silencios que le suplicabas a mi corazón. Escondí también el aire que llevaba tus palabras hacia mí. Y, aunque, en ese cofre, había hueco, también, para mis miedos y los tuyos, me guardé los míos dentro, para recordar que era tu ausencia cuando te marcharas. Sin embargo, nunca dejó de sorprenderme lo esquivas que se volvían las sombras cuando nos imaginaba paseando de la mano por caminos vírgenes. Ni tampoco como saludabas a ese anciano pescador; como hacías tuya una playa con solo pisarla; como, cuando te encontraba observandome, me robabas la voz. Hice mío el ardid de no despertarme en tu almohada para no vivir entre fogonazos de sal. Hice mío el eco de tu olor, la dulzura y calidez de un abrazo a destiempo. Hice mía la despedida. Y, hasta hice mía la historia de mi vida, aunque fueras tú quien la escribiera.