martes, 2 de octubre de 2018

Moscú

Enquistada idea tuya, aquella sobre el devenir de la última luz nocturna. Tus ojos secuestraron mi ser y mis oídos te oían sin escucharte. Y, ni si quiera la culpa era yo. Me preguntaba como descender por tus desgastadas manos; intentando que no quebrara el fino hilo de tu aliento de cristal. Cincelaba cada paso con mimo, componía cada nota que silvaba en tus oídos y desandaba mi andar con cada deseo que pedías. Vestida como con gotas de sangre, trenzabas tu pelo en espiga. Y, mientras, yo, mirando desde el umbral, respirando cada metro que nos separaba. Escondí tesoros en la tierra yerma de nuestras conversaciones, cada uno de los silencios que le suplicabas a mi corazón. Escondí también el aire que llevaba tus palabras hacia mí. Y, aunque, en ese cofre, había hueco, también, para mis miedos y los tuyos, me guardé los míos dentro, para recordar que era tu ausencia cuando te marcharas. Sin embargo, nunca dejó de sorprenderme lo esquivas que se volvían las sombras cuando nos imaginaba paseando de la mano por caminos vírgenes. Ni tampoco como saludabas a ese anciano pescador; como hacías tuya una playa con solo pisarla; como, cuando te encontraba observandome, me robabas la voz. Hice mío el ardid de no despertarme en tu almohada para no vivir entre fogonazos de sal. Hice mío el eco de tu olor, la dulzura y calidez de un abrazo a destiempo. Hice mía la despedida. Y, hasta hice mía la historia de mi vida, aunque fueras tú quien la escribiera. 

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