sábado, 29 de septiembre de 2018

Orlando

Si me preguntaran cómo empezar un texto que hablara de ti, no sabría contestar. Tampoco sabría contestar si me preguntaran a que hueles, cuál es tu canción favorita, o cómo de hecha te gusta la carne. No sé si comes la tortilla con o sin cebolla, si prefieres leche fría o caliente en el café. Ni siquiera si te gusta el café. No sabría decir si prefieres que el champú huela a vainilla o a coco, ni si duermes a la izquierda o a la derecha en la cama. Desconozco tu rutina, casi tanto como tú; sin embargo, querría formar parte de ella a diario. Desconozco, también la mía, aunque en ella te incluyera siempre. No sería capaz de encontrar tus patines en el trastero, ni dejaría que, en él, tú encontraras mis secretos. Y tampoco sería capaz de contarte mis sueños, y menos siendo, en ellos, deidad. Te dejaría llamarme cobarde, por supuesto. Te dejaría chillar por cada beso que rehuyera, por cada abrazo negado al final, te dejaría chillarme cada vez que te aparte la mirada, sabiendo que, al final, cada reencuentro merecería la pena. Porque, al igual que desconozco todo de ti, sé que nadie sería capaz de mirarte con mis ojos. Contemplar tu velo de aurora boreal. Sé que nadie te abrazaría con tanta intensidad, fundiendo nuestros corazones en uno solo. Sé que nadie te besaría con mis labios, derramándome ebrio de tu ácida ambrosía. Ignoro tanto de ti, que es como si nos conociéramos y hubiese intentado olvidarte. Qué ironía, que cada vez que levanto la cabeza y me choco con tu aroma a final de verano. Que injusticia, que desde tu roja habitación, no puedas contemplar los verdes ojos que te ofrezco. Que vives en oro y yo en plateados sueños. Es por eso que el destino nos llamó a ser la antítesis de los cuatro animales, aunque yo, sin ser el rey, habría dado vida y media por los dos. 

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