sábado, 6 de octubre de 2018

Sándalo

Mis brazos cansados recogían tus ideas derrotadas. Solo te encontrabas a gusto entre delfines. Bosque paciente de lengua mordaz, hechizaba tus cuentos, afilaba tu espada. Dijiste que para ti, la nitidez era yo acariciando tu cuerpo. Colinas de espacio, silencio entre ambos, locura en los patios donde creías volar. Si la desdichada soledad que creías tener fuera cierta, ya habríamos quemado el bastión de los sinceros. Yo lloraba el mar en el que una vez navegabas, mientras tú, desde la orilla, sanabas las heridas de mi más oscuras tormentas. Te posaste en mi alfeizar al morir el verano, como esa brisa melancólica que se vuelve calor al arroparse con las sábanas. Y yo, valiente inconsciente, te dejé pasar y perforar la armadura de mis miedos. Dime si solo soy yo, si las amargas victorias que me cuentas no son nada más que desacertadas profecías. Si cada verbo que exhalas no guarda dentro las pistas de un mapa cualquiera. Leería cada uno de tus pergaminos y exploraría cada una de tus cuencas, con tal de permanecer acompañado de tus manos de cristal. Te perdiste entre bálsamos de realidad, y qué si eso nos hizo delirar, si nos equivocamos al pensar que había un nosotros. Fuiste senda y camino y, para mí, un puzle terminado en un tesoro de palabras reencontradas. Derramaste una lágrima por ti al despertar, y yo por los dos. Me vestí de desazón, protector de Lunas que bauticé con tu nombre. Y me declaré culpable de quererla, de qué si no; cuando mi corazón se fue con ella, y me quedé yo. 

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