viernes, 23 de junio de 2017

Alaska

No volteamos apariencia. Ni si quiera la cercamos. La abadía enterraba sueños, nosotros entretejíamos promesas. Mala marea. Decidimos prorrogar austeridad. Enloquecíamos al final. Volvíamos al principio. Dábamos que hablar. Juramos compartir la deidad. Pero tú eras mar y yo lo que se desgastaba. Transitamos un ambiguo sopesar. Ideas de lava y cristal. Y salimos ardiendo de un campo de almizcle y esencias. Lóbrego ser y ver. Y tentar como comienzas a solas. Esperar sentado, como un idiota. Repartiendo mis ideas, creyéndome las tuyas.
Me esperabas en la barra del último bar de la calle. Lindando con los astros más brillantes. Y pedías y pedías y yo me retardaba. Porque mi temple eran adoquines imposibles de domesticar. Cuando llegaba reías y me enseñabas tu mejor faceta. Y destapaba mi yo, una vez más. Intentaba exhibirme receptivo. Ocurrente. Sátiro también, ya ves. Demostrando que el infierno fue cielo antes. Y que bajar fue solución para aquellos con deseos inverosímiles.
Dijimos, pensamos. Que este esfuerzo era demasiado para ambos. Que tú agonizabas al cargar con él. Que yo enloquecía. De rabia. De rebeldía. Que se esfumara. Que largos tiempos y buenos corrían. Pero, y qué digo yo. Si verte era la mejor de las torturas.
Encontramos calor en el hielo. Vimos resucitar el acero. Llorar por aquello que se estrelló. Como nosotros. Como lo nuestro. Vimos marchitarse las nubes y llorar montañas. Quisimos demostrar lo imposible. Y nos quedamos en un libro. Plasmados. En cuatro fotos. En seis besos. Y en miles de cosas por contarnos.

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