viernes, 17 de agosto de 2018

Trono

Nos acercamos al vacío de la mano. Procurando no pisarnos. Temerosos, cercanos. Y lo vimos; lo vi. Justo antes de saltar. La existencia de un imposible afinar. Sin fin de problemas. Eramos pretérito y cristal. Conjuros de meigas. Agua en forma de nieve rozaba mi piel y, esta vez, no me importaba. Aguerrida conformidad. No disipaste mis dudas, si quiera, cuando imploraba razones. Amarga espera. Y, es que, versabas demasiado bien. Vivíamos entre pseudo-estados, siendo yo rey por el día y tú la dama del anochecer. Permanecimos quietos al alba; corríendo entre sueños e historias que yo te contaba. Y cómo me gustaba cuando reías. Y cómo me gustaba cuando te gustaba. Quisiera ser yo mismo y recordar, sin temor, el sonido de tus pasos en invierno. Quisiera, también, volver a ver el sol despeñarse en tus pupilas, ver esa sonrisa que acabó con todo. Reliquias de sal y espinas. Fuiste canto de sirena, polvo de estrellas, una espiral. Mi espiral. Por eso mismo salté. Me perdí, sin dudar, en tu laberinto de alegorías y silencios. Largas sombras acechaban en tu oscuro corazón. Y yo, inocente, me creí caballero. Puse el honor por delante del miedo. Por eso no puedo culparte del desastre eterno. Los segundos eran horas. Las horas milenios. Una interminable caída. Y tus manos tan lejos.
Desperté, finalmente, entre sudores. Desperté, otra vez. Y tú, no estabas, de nuevo.

1 comentario: