Los latidos bailaban al compás del silencio y nosotros, con ellos, nuestro último vals. Sentía el roce de tus dedos entre los míos, como tu mirada electrizaba mi ser por última vez. Notaba tus pasos, pisaba tus huellas. Me derretía en cada una de tus sonrisas. Que no eran mías, porque no me las dabas. Deseaba impregnar en mi pergamino cosas de ti. Deseaba escribir tus mañanas. Tus tardes conmigo. Tus noches a solas. Y repetir. Deseaba encontrarte al final de cada puntos suspensivos, que cada mancha de tinta empapase tu lienzo de piel. Deseaba encontrarte entre campos de olivos, cuando los últimos rayos bañaran tu cuerpo creado a martillo y cincel. Sin embargo, te llevaste el reloj de mi corazón. El orbe que enjaulaba las horas quebró y las manecillas volaron. Y se llevaron con ellas mi tiempo. Y tú te llevaste mi espacio. Y, uno por otro, al final, separados.
sábado, 27 de mayo de 2017
sábado, 20 de mayo de 2017
Cuarta Diáspora - Frenesí
Se elevaba
a la vez que rugía el aire. El cielo fue su tragaluz. Pisaba los altares y
temblaba el terreno. Y el mundo sublevado a sus pies. Idealizada necedad, ingenuo
volvía a aquella espiral. Fuegos fatuos, sentimientos encontrados, la lava
ardía debajo de mí. No corrían tiempos buenos para aquellos hombres que
anhelaban las gotas de aquellas hojas de ese otoño seco. Ni tampoco sentir,
ser, oír, percibirte, parecía el mejor remedio. Encontrábamos caos en tu
persona, alboroto, incluso hastío, a veces; pero, aun así, permanecía sereno,
loco, borracho de celos de aquello roto que guardabas dentro. Intenté ser tu
relojero, aquel que habría dado cuerda a tus sueños, aquel que habría ordenado
tus ideas, aquel que habría obrado bien, solo por verte danzar al son de las
agujas. Pero nunca hubo paz en el reino de las horas perdidas. Criticamos el
mar mientras nos envolvían sus olas. La tierra nunca soportó la tensión entre
nosotros. El viento disimulaba al pasar junto a ti. Y el fuego era yo al
dejarte marchar. Tu guitarra terminó destrozada, descompuesta, en notas que
nadie se atreve a tocar. Tu cintura quebrada como el hielo. Porque sí, eras tan
fría que congelabas, pero, he de decir, que siempre me sentí un poco esquimal. Quizá
la luna fue quien me llamaba y, mientras me acercaba, podía oír tu eterno suspirar.
Me susurraba que me quedara, que mi determinación nunca se diera por vencida. Y
eso hice, me quedé esperando. Y eso hice, morir desangrado.
martes, 9 de mayo de 2017
Tercera diáspora - Kafkiano
Amanecía y
no había lugar a miramientos. Buscaba vivaracho tus pupilas, con las ganas, las
ansias de beber de tu ambrosía. Esa que tus labios despeñaban. Que tú
prohibías, prohíbes y, aun así, exhalas. Te pedí que me dejaras respirar por
ti, estando seguro de encontrarte si te perdías, de salvarte si naufragabas, de
recogerte si cayeras al volar. Anduve enganchado a contemplar tu mirada perdida,
a tus manos enredadas mientras protegías tu cuerpo, a relamerme y cincelar, a
exaltarme, cada vez que de tu boca surgían las letras que conformaban mi
nombre.
Atardecía
y llenabas mi agua de sal y mis besos ficticios del mismo mar. Envidiaba el
aire que cortaba tu andar y el sol que bañaba tu silueta. Te escribía hechizos
en la arena de la playa, recetas de mutuo azar que nos conectaban. También intentaba
describirte bailando conmigo, garabatear el título de la primera canción que
escuchamos a la vez. Intenté hasta prometerte el cielo una vez. Sin embargo,
pecamos los dos.
Anochecía y
el aguacero nos encharcó. Me vi tiritando de frío. Me vi persiguiendo tu
estela, tu aroma a madera, las huellas que dejabas al escapar de los problemas.
La dicha daba paso a la labia. No solo yo me convencía, tú, lo que no hacías,
me impulsaba. Palidecía al enfrentarme a mí mismo. A darme cuenta de que
guardaba dentro una jauría de dioses iracundos que tú podías calmar, pero no
lo hacías. Porque, evidentemente, no te importaba.
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