Se elevaba
a la vez que rugía el aire. El cielo fue su tragaluz. Pisaba los altares y
temblaba el terreno. Y el mundo sublevado a sus pies. Idealizada necedad, ingenuo
volvía a aquella espiral. Fuegos fatuos, sentimientos encontrados, la lava
ardía debajo de mí. No corrían tiempos buenos para aquellos hombres que
anhelaban las gotas de aquellas hojas de ese otoño seco. Ni tampoco sentir,
ser, oír, percibirte, parecía el mejor remedio. Encontrábamos caos en tu
persona, alboroto, incluso hastío, a veces; pero, aun así, permanecía sereno,
loco, borracho de celos de aquello roto que guardabas dentro. Intenté ser tu
relojero, aquel que habría dado cuerda a tus sueños, aquel que habría ordenado
tus ideas, aquel que habría obrado bien, solo por verte danzar al son de las
agujas. Pero nunca hubo paz en el reino de las horas perdidas. Criticamos el
mar mientras nos envolvían sus olas. La tierra nunca soportó la tensión entre
nosotros. El viento disimulaba al pasar junto a ti. Y el fuego era yo al
dejarte marchar. Tu guitarra terminó destrozada, descompuesta, en notas que
nadie se atreve a tocar. Tu cintura quebrada como el hielo. Porque sí, eras tan
fría que congelabas, pero, he de decir, que siempre me sentí un poco esquimal. Quizá
la luna fue quien me llamaba y, mientras me acercaba, podía oír tu eterno suspirar.
Me susurraba que me quedara, que mi determinación nunca se diera por vencida. Y
eso hice, me quedé esperando. Y eso hice, morir desangrado.
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