Amanecía y
no había lugar a miramientos. Buscaba vivaracho tus pupilas, con las ganas, las
ansias de beber de tu ambrosía. Esa que tus labios despeñaban. Que tú
prohibías, prohíbes y, aun así, exhalas. Te pedí que me dejaras respirar por
ti, estando seguro de encontrarte si te perdías, de salvarte si naufragabas, de
recogerte si cayeras al volar. Anduve enganchado a contemplar tu mirada perdida,
a tus manos enredadas mientras protegías tu cuerpo, a relamerme y cincelar, a
exaltarme, cada vez que de tu boca surgían las letras que conformaban mi
nombre.
Atardecía
y llenabas mi agua de sal y mis besos ficticios del mismo mar. Envidiaba el
aire que cortaba tu andar y el sol que bañaba tu silueta. Te escribía hechizos
en la arena de la playa, recetas de mutuo azar que nos conectaban. También intentaba
describirte bailando conmigo, garabatear el título de la primera canción que
escuchamos a la vez. Intenté hasta prometerte el cielo una vez. Sin embargo,
pecamos los dos.
Anochecía y
el aguacero nos encharcó. Me vi tiritando de frío. Me vi persiguiendo tu
estela, tu aroma a madera, las huellas que dejabas al escapar de los problemas.
La dicha daba paso a la labia. No solo yo me convencía, tú, lo que no hacías,
me impulsaba. Palidecía al enfrentarme a mí mismo. A darme cuenta de que
guardaba dentro una jauría de dioses iracundos que tú podías calmar, pero no
lo hacías. Porque, evidentemente, no te importaba.
Intenté hasta prometerte el cielo una vez. Sin embargo, pecamos los dos.
ResponderEliminarVas a conseguir que muera leyéndote...