lunes, 30 de julio de 2018

Danubio

Es inevitable, casi tanto como respirar, que el dulzor del aire escueza con cada paso que das. Atravesaste la espesura y ofreciste a las llamas a las nociones del amor. Alcanzabas la categoría de deidad, envidiosos aquellos pájaros posados en tus párpados de hoja caduca. Palidecer reflejado en tus ojos, translúcidas pupilas de oro. Del mito al logos, del cielo al mar. Rezumas poder, adviento, alegoría. Se hallaban resquicios de plata en tus huellas; un palidecer magenta, ocres trinos de rabia y miel. Mejor sabrá decían, aquellos que solo veían tu silueta; los que la rozamos en cambio, no solo bebíamos los vientos por ti. Capaz te veías de ser más; y más, cada vez, veía que estar era ser; porque siendo, sentía y, solo, estando, dejó de ser. Fuimos uno, por eso sentía, pero, me temo, que solo yo estuve, por eso, todo se fue. Triste frente marchita, lóbrego lupanar de sentimientos. Me pedías que me quedara y a mí solo me restaba ceder. Resquicios de algún acierto entre un vertedero de decisiones equivocadas. Sin embargo, no nos precipitamos, quiénes somos nosotros para ponerle límite al corazón. Todo se apagó, aunque, aun hoy, oigo tu risa y me flagelo en recovecos que solo alcanza tu voz. Un destello en un tunel, una mirada en una esquina, aquel niño que se deslizaba por el tobogán. Así partíamos y así será. Destinados a lo inefable. Por eso sé que nos quisimos de verdad.

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